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EL TRIUNFO DE LA TECNOCRACIA Y EL OCASO DE LA CONCERTACION


Por Manuel Vicuña.Decano Facultad de Ciencias Sociales e Historia UDP

Publicado en La Tercera, 18 de enero de 2010



Hoy los viudos y las viudas de la Concertación, como en un velatorio, tal vez se consuelen desgranando la notoria cuenta de realizaciones conseguidas en sus 20 años de gobierno.







Eugenio Tironi, uno de sus artífices, ya deslizó la idea de su memorial, mientras parecía acomodarse la corbata negra para asistir al entierro. ¿Qué del Chile forjado por sus gobiernos, o durante sus gobiernos, seguirá con nosotros más allá de sus políticas públicas, sus obras de infraestructura y su rehabilitación de la democracia?


Habría que destacar el predominio de una política secularizada, desprovista del aura trascendental que todavía revestía a fines de los 80, cuando la lucha por la democracia pulsaba cuerdas con resonancias religiosas, y la defensa del orden autoritario movilizaba pasiones y temores más propios de un lúgubre universo teológico. La política como una religión laica donde se jugaba el sentido de la vida ha quedado en el pasado, hasta nuevo aviso. Desplumada, la gallina empolla, pero no pone huevos.


Crecientemente, el arrebato visionario de los políticos suena a impostura y la épica de los grandes relatos, por llamar de modo benévolo los conceptos de las campañas, provocan el mismo resignado escepticismo que la filosofía corporativa de los bancos.


Los ciudadanos acuden a las urnas sabiendo que hay poco en juego. Ya no se hacen apuestas fuertes: los veteranos de la Concertación, heridos por el colapso de la democracia y la experiencia de la dictadura, desahuciaron las aventuras radicales con la autoridad del pecador que hace de su nueva vida un acto público de contrición permanente.


La política es ahora una actividad de baja intensidad emotiva y en este arte de tonos pasteles los tecnócratas resultaron una autoridad más constante que los políticos de profesión. La Concertación mostró que la tecnocracia se avenía con la democracia igual de bien que con el autoritarismo, reservando en todos sus gobiernos un papel protagónico a los expertos. Los Chicago boys y las antiguas lumbreras de Cieplan, semillero de los equipos técnicos de la Concertación, no tardaron nada en entenderse sin necesidad de traductor, porque compartían un lenguaje común ajeno al dialecto de los partidos. Y esa feliz concordancia ayudó a pavimentar la ruta de la transición. El reinado de la tecnocracia siempre despertó críticas y las más estridentes brotaron en la propia Concertación. Los autoflagelantes aullaron ese malestar, aunque sin lograr modificar en serio el balance de poder interno o el modus operandi de la coalición.



En las cocinas de la tecnocracia, cuyas eminencias se desplazan con comodidad entre los organismos internacionales, la academia anglosajona, el aparato del Estado y la empresa privada se han preparado los platos fuertes del menú nacional, restringiendo la deliberación ciudadana a espacios marginales o a los sucedáneos que ofrece el diligente mercado de la opinión pública.


Nadie ignora que durante la era concertacionista se proyectó, con el referendo de la democracia, parte importante de la arquitectura institucional, política y económica del régimen de Pinochet. Perduró lo medular de la ardua modernización capitalista de los neoliberales, aun cuando el Estado haya terminado asumiendo un estimable rol asistencial y no sólo subsidiario. Ahora la discusión pública resulta inconcebible sin las ideas claves del vocabulario neoliberal e incluso la identidad y las aspiraciones de los peatones se nutren de esas fuentes, hegemónicas en términos ideológicos.


Las bondades de la sociedad de consumo; la exaltación de la movilidad social a partir del esfuerzo individual, en perjuicio de las reivindicaciones colectivas; el descrédito de la política partidista como subterfugio de la mediocridad y de la puja de intereses particulares, en beneficio del culto a la eficiencia técnica como faro del progreso, y la potencia del mercado y la internacionalización de la economía como motores del desarrollo, conforman el ADN cultural de nuestra sociedad. Al Estado se le pide cubrir vacíos, enmendar fallos, resguardar derechos, amortiguar riesgos, aunque desde una posición secundaria, reactiva y en virtud de argumentos compatibles con el ascendiente del mercado.


Si ahora la derecha vuelve al poder, consolidando su ambivalente apertura al centro, no sólo se debe a sus méritos o a las transformaciones del electorado, sino también a la historia de la Concertación. Concederles la voz de mando a los tecnócratas redujo los antagonismos políticos e hizo de la alternancia un juego de salón sin grandes incógnitas ni incertidumbres. Si bien la derecha nunca ajustó cuentas con su pasado dictatorial de cara a la ciudadanía, el tiempo, que todo lo disuelve, le sacó de encima el peso muerto de Pinochet, permitiéndole exhibir una renovación cuya dinámica no surgió necesariamente de sus generaciones más jóvenes, en general obsecuentes con los viejos cuadros.


Acostumbrada a la política de baja intensidad, parte de la ciudadanía se ha decidido a abandonar a la Concertación sin mayor alharaca, porque al otro lado del río intuye que le espera un territorio distinto, pero en ningún caso inquietante. Para espanto de los clérigos del progresismo, la derecha dejó de asustar a la mayoría, y eso que algunos de sus ogros continúan en servicio activo. Paradójicamente, la Concertación ayudó a perderle el miedo, aunque sus líderes sigan chillando: ¡Cuidado, que viene el lobo!<

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